Las más vistas

Posted by : D. Morgana agosto 05, 2014



Un inusual abanico de siete colores se desplegó recorriendo cada rincón y cada grieta de la habitación con los cuerpos de los durmientes que aún no despertaban, atravesando los diminutos orificios de la rejilla colocada en la única ventana que comunicaba la habitación con el exterior y el eco del mar: una tonada que arroja a la tierra pequeñas maldiciones  desde los olvidados arrecifes del fondo marino.
La orden de Pirra sobre no clausurar todavía la única ventana de aquella misma habitación se cumplía al pie de la letra, desde que le fue encomendada la labor de asistir a los heridos sobrevivientes de la catástrofe ocurrida en Lauffeuer, aún a pesar de la negativa por parte del general Deucalión, quien no se cansaba de señalar lo estúpido que resultaría recuperar más de las almas, cuya sanación, según él mismo decía, no encontrarían nunca, cada vez que retornaba al Castillo Uralt con nuevos pacientes.
-¡Ni siquiera una carta suya en los últimos dos meses!- gruñó el general embriagado en el interior de su tienda en el campamento, la cual parecía estar siendo apuntada por leve rayo de luz lunar.
 Jeder y Mancher  se limitaban a escucharle desde la entrada, mientras esperaban noticias del último pelotón enviado a buscar más sobrevivientes enterrados entre los escombros de las ruinas de Lauffeuer…
-Es mi esposa. ¡¿Sabes!? …  continuaba gruñendo, pero antes de completar su queja, el general calló dormido sobre el mesón en que se encontraba bebiendo de un jarro inmenso que contenía cerveza.
Y un segundo después se hicieron llegar las noticias del último pelotón enviado.
La carta fue recibida por Mancher , y fue él mismo quien le firmó con tinta azul, y luego de dar un vistazo al contenido, se encargó de dirigir el transporte de las novedades hacia Uralt aquella misma noche, mientras Deucalión permanecía bajo la protección de un cuarto creciente… o menguante… eso siempre fue lo de menos…
Cerca del mediodía, el movimiento en el celaje se volvía el responsable de la aparición del abanico policromático, cuya luz era absorbida por los cristales suspendidos sobre las camas de los durmientes.
Pirra había encontrado el método de mejor absorción para el tratamiento  de los pacientes, el cual, de alguna manera, lograba anestesiar el lastimado orgullo de su esposo.
A algunas habitaciones lejos de aquella con la ventana de la rejilla de los orificios diminutos, el tiempo del té se celebraba como de costumbre.
Ese día llevaba uno de sus mejores atuendos. Se trataba de un elegante vestido que le hacía ver similar a una sirena, con la cola de pescado hasta los tobillos, eso sí. Quizás elaborado con las fibras de mayor precio en toda Tréveris –y sus guantes del más caro encaje daban fe de tal presentimiento-, quizás confeccionado por un artista invadido por el hálito gentil de un dios de la primavera; pero también quizás llevaba puesta la prenda que le hacía sentir mayor dolor.
Mantenía guardado su anillo de matrimonio en alguno de los baúles que adornaban su propia habitación con el papel tapiz de retoños del mismo color cálido de los rayos del sol por la mañana.
Eso lo conocía únicamente, además de ella y Madama Antúnez,  su dama de compañía, Cecil, con quien siempre compartía el tiempo del té.
Cecil era un par de años más joven que Pirra, pero la única forma de diferenciarles yacía en su ojo izquierdo.
Si bien ambas contenían un pedazo del cielo atrapado en sus pupilas, a cierta hora del día, el ojo izquierdo de Cecil dejaba ver un oscuro triángulo a penas visible en su retina, pero ciertamente era necesario verle bajo la luz del sol para percatarse… y ese era otro secreto que compartían.
En varias ocasiones era Cecil quien se encargaba del recibimiento del general Deucalión, quien le atendía y contaba falsas historias que, según sus propias idealizaciones, había vivido dentro del castillo al margen de la espera de la llegada de los durmientes…
-Es tal vez por eso que él se molesta cuando no soy yo quien le recibe, señora- musitó Cecil sosteniendo su tacilla del té. Quizás ya se ha enterado de nuestras tretas… quizás por eso ya no lo luce en su dedo…
Sin embargo, Pirra sólo se limitaba a permanecer en silencio y remover con marcada sutileza las lágrimas que alcanzaran un milímetro por debajo de sus pómulos.
Lo mismo ocurría desde hacía alrededor de las siete semanas anteriores, no obstante, hubo un giro en la monotonía que había rodeado al castillo por tantos días.
Nadie tocó la puerta antes de entrar ni solicitó permiso para invadir el espacio del té…
Augustine entró agitada en la triste escena de Cecil y Pirra, luego de girar el brillante pomo de plata blanca de la puerta.
-¿Qué ocurre?- chilló Pirra de inmediato, levantándose de su asiento y ocultando el  mismo pañuelo con el que removía sus lágrimas en uno de los bolsillos ocultos de su elegante vestido con cientos de volados que emulaban increíblemente la cola de uno de los más distinguidos habitantes del mar.
-Estoy al tanto de mis acciones, señora- respondió Augustine al mismo tiempo que ejecutaba un sutil reverencia ante Pirra, poco después de dar un breve recorrido con la mirada por la habitación.
-Se ha presentado un asunto al que, por ahora, sugiero que debería darle mayor importancia y es por eso que me he atrevido a invadir su privacidad con la señorita Cecil-  agregó Augustine, buscando con la mirada la ubicación de la tímida dama de compañía.
Pirra le dio la espalda por unos minutos.
Y del mismo modo que Augustine, sólo que con mayor detenimiento, los ojos de Pirra se notaban realmente asombrados al ser testigos de la exquisita decoración de aquella misma habitación destinada exclusivamente al tiempo del té: el papel tapiz de color vino encendido con los emblemas arcanos e inscripciones cabalísticas, tan complejas que lograban despistar –incluso- al conocimiento mismo de Madama Antúnez, recubriendo los viejos muros; el menaje antiguo perteneciente a la misma familia de viejos maderos también empleados para construir los más olvidados candelabros colgantes utilizados en algunos de los edificios de la antigua Lauffeuer; el gigantesco lienzo ilustrando  desde la pared principal la escena más sublime de aquel drama tan famoso;  el único par de ventanas –además de la otra ventana en el cuarto de los durmientes- en toda la sección destinada al tratamiento de los pacientes, era el único con protección de cristales en todo el castillo…
-¿Qué dices, Augustine?- replicó Pirra aún molesta. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Acaso…
No obstante, Augustine le interrumpió antes de concluir su cuestionamiento.
-Me temo que en esta ocasión se trata de algo más grave-. Un hombre pregunta por usted afuera. Dice que fue enviado por el subgeneral Jeder…
Y un segundo luego de haber dicho aquellas palabras, Pirra abandonó la habitación del té.
Augustine denotó la expresión de desconcierto en el rostro de Pirra antes de que salieran de la habitación e incluso le vio mantenerla durante todo el camino hacia la puerta principal del antiguo Castillo Uralt.
Y en pocos minutos atravesaron el extenso pasillo y subieron por las escaleras en forma de espiral hasta los niveles superiores.
Augustine parecía disfrutar en alguna medida la preocupación de su señora, aunque la dispersión emocional de aquella le provocara ignorar semejante acto de irrespeto.
Pero es que la aparición de los muebles adornados y los pasillos amueblados de la sección principal del castillo avivaban la zozobra contenida en el corazón de Pirra.
Ambas caminaron a través de una puerta más o menos pequeña ubicada en uno de los laterales de la popular Galería de los Mapas, tras uno de los tantos cuadros que parecía tan adherido a la pared como los otros. Incluso el pomo se volvía imposible de distinguir, debido a la magnificencia de las pinturas y los lienzos.
Los motivos más religiosos y los mapas coloreados en el gigantesco arco en el cielo de la habitación, hacían de la estancia un espacio absolutamente hierático y solemne. Y era ese el motivo por el cual el Castillo Uralt, si bien se encontraba en la provincia del sur de Tréveris, resultaba ser el sitio más anhelado y a él deseaban llegar tanto aventureros como tragalibros e incluso los miembros de la Alta Corte…
Luego de abandonar la galería, el semblante de Pirra se notaba distinto, pero lo mismo ocurrió con Augustine. Sin embargo, después de avanzar por unas cuantas habitaciones y alguna que otra galería cada vez más chica que la anterior, al fin alcanzaron la recepción…
Augustine se puso pálida de pronto. Se veía claramente más sorprendida que Pirra.
-Me tomé la libertad de despachar al soldado- dijo una voz femenina en tono cálido mientras sonreía…
… ¡Estaba de vuelta! ¡Ettore! … Ella había regresado…  el Mar Tirreno la había devuelto…
Como pocas veces ocurría, las metes de Pirra y Augustine pensaban lo mismo, al mismo tiempo que ambas sentían el mismo desconcierto.
Ettore llevaba puesto un par de zapatos topolinos de corcho de color negro, pero  llevando además de una licra del mismo color que los zapatos y  tobillos desnudos , todo el resto de su cuerpo –menos sus manos- estaba cubierto por una bata blanca de laboratorio. El labial rojo en sus labios sonrientes sobresaltaba su larga cabellera negra y lacia, que caía hasta media espalda.
Ettore sabía bien qué tipo de maquillaje colocar en su hermosa e impecable piel blanquecina como el invierno.
Tenía las manos en los bolsillos de la bata y ni siquiera se encontraba viendo frente a frente ni a Augustine ni a Pirra, sino que le parecía más llamativo el péndulo en el interior del gran reloj antiguo que adornaba exquisitamente la pared de las reliquias de la recepción, perpendicular a las anfitrionas.
-No has cambiado en nada- agregó Ettore sosteniendo la misma sonrisa gentil, sólo que esta vez volteando hacia Pirra:
Con un mechón de su castaña cabellera ondulada pendiendo sobre el hemisferio derecho de su cabeza y un moño que recogía hacia atrás el resto de su cabello, su tez levemente bronceada debido a sus investigaciones con los cristales para los durmientes, se veía tan saludable como la última vez.
-Sin embargo,  esperaba una carta a tu nombre siquiera firmada por Deucalión-. Y de ti Augustine… esperaba al menos una visita- agregó esta vez liberando un breve suspiro. Pero todo está bien. He reflexionado por mucho tiempo sobre esto.
Y luego de decir aquellas últimas frases retiró del bolsillo derecho de su bata de laboratorio un pequeño pergamino con una cinta azul como amarra.
-Me pareció descortés que no fuese el mismo Deucalión quien la firmara-. Puedes sentirte en paz… eso lo dijo el soldado-. Y Ettore le entregó el pergamino a Pirra, sin embargo, Pirra se mantuvo en silencio, quizás por el desatino, pero quizás no.
Ettore dejó atrás la recepción y ascendió por las escaleras verticales rumbo hacia las terrazas. Augustine recordó que tenía deberes aún pendientes y después de encaminar a la señora del castillo a uno de los sofás en la biblioteca adyacente a la recepción regresó a sus labores, tomando el camino hacia la cocina.
La cintilla azul cayó al suelo al lado de unos libros que hacían falta acomodar en las estanterías y se perdió para siempre, al tiempo que el silencioso sollozo de Pirra resbalaba por sus propias mejillas besadas por el sol y la radiación por el trabajo con los cristales, pero después se juntaban los canalitos que se hacían en medio de la pequeña fisura generada por el contacto entre su pómulo y su antebrazo...
Sobre una mesa pequeña al frente del sofá había un mapa para agregar al espectacular arco de la santa galería y sobre otra pila de libros por acomodar, un trozo de papel arrugado:


"… encontrará al final de esta petición mi firma en representación de los miembros de la Corte. Lo sucedido en Lauffeuer es parte del pasado de Tréveris y es allí donde debe permanecer.
El uso de máquinas de cuarta categoría se ha decretado fatalmente ilegal y cualquier intento de violación a la ley será considerado traición.
Al margen de esto último, le extendemos nuestras más sentidas condolencias. Sírvase abandonar el castillo en un plazo no mayor a las primeras doce horas del solsticio de invierno…"

Las firmas del Gran Marqués Laraie y de Madama Antúnez se podían leer sin dificultad al final del texto restante que había sido aparentemente devorado por el lesionado orgullo de Pirra, a quien nadie le vio salir de aquella misma biblioteca durante el resto del día.

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